martes, 8 de mayo de 2007

Por afano[1] los Dioses de su parte…

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-Muy probablemente será una estupidez que crea que los Dioses están de mi parte – pensó Ariane y siguió subiendo las escaleras que subían-bajaban en el infierno.

- Sitio raro devino este sitio. Infierno al fin todos los días sucediéndose. Que era otra cosa, lo era. –y salió al aire enrarecido de una ciudad que todavía recordaba de otra manera.-Sí, Retiro era otra cosa –Y el reloj de la Torre de los ingleses parecía no conmoverse ante tanta deshumanidad.-A lo mejor está todo bien… –Pero se le habían parado todos los pelos del cuerpo como si hubiese visto un gato negro cruzarse.

Ricardo Ariane había recibido esa misma tarde el telegrama de despido. Lo esperaba, quizá por eso cuando llegó sintió la pesadez del alivio. Sin nada que perder, con todo perdido, se sentía tristemente solidario ahogándose sin resistencia en el mar de los vencidos. Ese día al menos no le remordía la conciencia, su futuro era el vivir-morir como esas almas en pena de Buenos Aires. Seres no-seres de todas las edades que dormían en cualquier parte, con cajas de cartón desarmadas como colchones. Aunque su mente era lúcida no entendía cómo había cambiado todo tanto. La realidad se le fragmentaba como un cuadro cubista, pensó en el Guernica de Picasso. –Ninguna guerra, sólo alaridos de silencio- Cerró el cierre de su campera y cruzó a Plaza San Martín.

Divorciado, su mujer y su hijo tenían un buen pasar gracias a sus suegros. El se sentía de más, aunque siempre conservaba la dignidad de pasarle la tercera parte de su sueldo.

-¿Qué pensaría su hijo sobre él?- Se tiró en el pasto de la plaza, le quedaba poco menos de veinte días para dejar el departamento alquilado y sin perspectivas de otro alojamiento. Sacó el atado de cigarrillos y se puso a fumar. Recordó a su compañera de trabajo hablándole sobre los chamanes y el desapego. Clara tenía tendencias místicas, aunque, para su gusto, yuxtaponía creencias hasta lo increíble, así y todo siempre terminaba “comprándole” algo. En ese momento pensaba que él, Ricardo Ariene se había convertido en experto en desapego. Soltaba amarras una tras otra.

Ricardo variaba su estado de ánimo, cuando cedía la opresión podía fantasear una vida mejor. Fue así que allí, en Retiro, donde en otro tiempo llegaban y salían trenes a todo el país, se encontró re-inventando una tribu tehuelche sui generis.-Serían almas gemelas nómades que vagarían por el sur, un grupo no demasiado numeroso- pensó. Lo que más lo seducía era la idea religiosa de los tehuelches: un universo armonioso donde cada ser y cada cosa fluía como indivisible de lo Uno. Fumaba y el placer del cigarrillo y el pensamiento lo extasiaban. Definitivamente se iría al sur. Recordó a la entrañable serie de Daniel Boom y abandonó la idea de ser nómade. Ya tenía puesto un gorro de piel en la cabeza , cazaba y pescaba como los mejores y se había construido su propia cabaña cuando se le acercó un chico que pedía y le dio las últimas monedas que le quedaban – Esa era la realidad, el empobrecimiento de la mayoría de los argentinos, él era un cuarentón, un viejo, un desocupado más, sencillamente prescindible, era un tarado…- Entonces recordó el cumpleaños de su hijo y el CD que le había prometido como regalo.

Llegó a Musimundo conciente de que no tenía ni un peso en su bolsillo. En la desesperación pensó en hurtar el CD, pero no, no sería capaz. Se detuvo frente al stand y allí estaba, era el regalo de cumpleaños para su hijo… Tomó el CD y se apresuró a ponerlo en el bolsillo de su campera, miró dos segundos lo que no miraba y empezó a caminar hacia la puerta. Sabía que sonaría la alarma, no sabía lo que haría él… Dos pasos más e inevitablemente sonó la alarma, Ricardo empezó a correr.

Mientras corría se dio cuenta de que una multitud había decidido atraparlo. – Extraña la solidaridad de la gente- pensó. Lo perseguía un enjambre de abispas enloquecidas y furiosas mientras la gente, de contramano, se paraba para ver qué pasaba. Lo miraba a él y a un grupo de perseguidores, que, fatigados después de tres cuadras, eran menos que en un principio. Dobló en la esquina siguiente y dejó de correr, se sacó la campera y la dobló con el forro hacia fuera. Menos de media cuadra secándose con la manga el sudor de la cara y entró a un edificio cuando alguien salía.

El ascensor hasta el último piso, la terraza, Construcao, Deus lhe pague. –Ya estaba, llegaría a la terraza como si fuera el último de los hombres, el último de los días. Epitafio chamán de desaparición. Chico Buarque, Clara, Argentina, ningún chamán-

Una escalera, una puerta abierta y la terraza. Después del piso 12 todo era todo más limpio y el CD le pesaba en el alma. Igual no iba a volver atrás. Recordó cómo se fueron dando las cosas antes de ser despedido, cómo se establecieron las alianzas perversas, cómo se solidarizó con el jefe injustamente acusado por el compañero que iba a quedarse con el puesto, y los odio a todos, a los cobardes y a los arribistas. Prendió un cigarrillo, el último de los cigarrillo, el último de los hombres, miró el cielo y puso un pie del otro lado de la cornisa.

Cerró los ojos y se tiró… Creyó que caía cuando sintió una mano en su hombro –Espere, dos suicidios en el mismo día, desde la misma cornisa no pueden ser, la que me iba a suicidar era yo…- Una mujer joven lo invitaba, le ordenaba volver a la terraza.

La vergüenza de CD en el bolsillo era enorme, no por haberlo “afanado”, si no porque representaba el único lazo que no había desatado: ¡qué le hubiera hecho a su hijo! La mujer explicaba que la que había abierto la puerta de la terraza era ella, pero cuando lo vio a él verdaderamente se había dado cuenta de que no era la decisión correcta la que intentaba tomar. Ricardo entendía a medias. –Perdón, mi nombre es Ricardo, y…- Se puso a llorar. –No sé si perdonarlo o agradecerle- Contestó la mujer que también lloraba.

Lloraron y no hablaron en la noche negra y desolada hasta que aparecieron las palabras. Les dio hambre y sed en el mismo momento en que volvían a brillar las estrellas y las luces de Buenos Aires. Bajaron juntos las escaleras, quizá los Dioses estuvieran de su parte, y caminaron de la mano siguiendo la Avenida de al lado del Río.



[1] Lunfardo: por gran ventaja o diferencia

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