martes, 27 de marzo de 2007

Dones de regalo


¿Quién hubiese dicho? Quién diría… Ella era una abuela de 75 años. Una abuela bien abuela, con un dejo de coquetería disimulada y pudorosa, con todos sus años bien puestos y quitarse ninguno. El era el papá del carnicero de la esquina, Joaquín, 73 años, un buen hombre, un caballero, jubilado de maquinista del Ferrocarril General Roca. Un escándalo sin anuncio, nadie podría haber imaginado lo que iba a suceder.

Sólo Dios comprende el alma humana, no los hijos ni los nietos. La historia empezó sin querer. Para la nieta de Nélida, la única que miraba la novela con ella, no fue tan sorprendente. Se había dado cuenta de que la abuela todavía conservaba esa emoción en el estómago. Y hasta tenía una teoría al respecto.

Toda historia tiene pre-historia. La de la abuela Nélida tenía que ver con los primeros pantalones que se puso antes que nadie en el barrio, con su mentalidad liberal sin alardes y, por supuesto, con los miles de libros que devoró a lo largo de su vida. La de Joaquín tenía que ver con cuadernos y cuadernos llenos de poemas. En el sindicato, compañeros y amigos daban en llamarlo “el anarquista poeta”.

Joaquín había sacado seis cuadernos de su ropero. Seis cuadernos que habían estado apartados durante muchos pero muchos años. Se iba a deshacer de ellos. Iba a quemarlos, habían sido escritos hacía más de veinte años, antes de la enfermedad de su esposa y su viudez. Los había puesto al costado del televisor y una hora después habían desaparecido como por encanto. Por más que preguntó y preguntó ninguno de la familia sabía sobre el destino de los cuadernos.

Medio kilo de carne picada, pidió Nélida. Fabricio, el nieto de Joaquín, aydaba a su papá envolviendo la bolsita de polietileno en papel de diario. Malena, su hermanita, también… ¡Salí nena!, pero ya estaba. Cuando Nélida se dispuso a guardar la carne en la heladera se encontró con una sorpresa: una hoja de cuaderno amarilla, escrita en lápiz, con buena caligrafía…

Formas del desamor

Las pantuflas en su lugar

La comida servida

Barnizadas las flores

No me permitís y no te permito

Y en este poco espacio

Nos desamamos prolijamente

Media hora más tarde Joaquín había descifrado el enigma. En la carnicería estaban los seis cuadernos, en realidad era una forma de decir, Malena los había convertido en poemas volantes que hab´lia despachado con la carne en esos últimos tres días. El último fue el que se llevó Nélida.

Joaquín sintió que se le estrujaba el pecho: Esos malditos cuadernos, nunca hubiera debido escribir esos poemas. Correspondían a una mala época y…¡qué tristeza! Malena, ¿por qué? - Eran bonitos abuelo y pensé que era mejor que quemarlos- Se volvió a desarmar su alma… Joaquín, desarmado, sólo podía producir poemas…Poemas, problemas…, había comprado un cuaderno de tapa dura y un lápiz nuevo. Cuaderno Éxito Ecológico y esa misma noche retomó la escritura interrumpida.

Nélida, inteligente, sabía el valor de lo que había encontrado. Lo sabía o lo presentía… Daba igual. Un par de versos que sintetizaban demasiados sentimientos. Sentimientos que ella conocía bien, formas del amor –desamor, extraño e inevitable juego de los matrimonios largos. Tomó un libro grande de la biblioteca de su cuarto y guardó prolijamente la hoja de cuaderno que estaba un poco arrugada.

La abuela estaba nerviosa o intranquila por algo, adivinó la nieta. La caligrafía y la hoja amrilla denunciaba el tiempo de quién lo había escrito. Nélida tenía la esperanza de que fuera de Joaquín, a quien de pronto veía con otros ojos. Iba a ir a la carnicería y devolver el poema. No, no podía, se sentía con baja presión…, se iba a recostar en la cama.- Abuela, te pasa algo… -No, nada…-pero la nieta no le creyó.

Joaquín, como toda culposo, le preguntó a su nieta a quiénes les había dado poemas. La nieta dijo que no se acordaba, que a Nélida… Y sin querer las cosas se simplificaron, al menos para Nélida, que estaba pendiente y no se animaba abordar la situación.

Le llevó una semana volver a la carnicería, la mandaba a la nieta, que no entendía qué le pasaba a la abuela. Nélida no iba a ir hasta estar segura de no ponerse absolutamente colorada o nerviosa. Cuando volviera a ir a comprar, tendría tomada alguna decisión, como la de olvidar el tema, cosa que por ahora no podía.

El día viernes, con sol y esperanzas, y habiendo olvidado la hoja guardada, la abuela saló por fin a comprar. En la puerta estaba Joaquín, no pasaba nada, se dijo, ella saludaría y entraría… Pero no fue así. Joaquín había estado pensando todos esos días cómo explicarle a Nélida lo de los poemas. Le había explicado, mentalmente, como cien veces de maneras distintas, para que lo comprendieray lo absolviera… Cuando Nélida saludó, él la detuvo diciendo que quería hablar con ella, y ella, que no había pensado menos de cineto cincuenta veces en esa posibilida, se sintió mal y ahí nomás se desmayó. Lo único que pudo hacer Joaquín fue abarajarla y llamar a su hijo. Cuando se intió mejor Joaquín la acompañó a su casa.

Que qué le había pasado, que qué lástima, que quería hablar con ella…Mientras tanto la sostenía del brazo. La tnsió de la mano de Joaquín era una muy buena sensación para Nélida. Acordaron lo increíble en un momento cuando la nieta de Nélida fue a avisar a su mamá que la abuela se había desmayado. En voz baja y en secreto compartido, ambos sin defensas, decidieron ir a tomar un café. Joaquín determinó rápidamente día, hora y lugar.

Digamos que como el arte de escribir, hay cosas que en la vida nunca se pierden…

sábado, 24 de marzo de 2007

Ni tiempo, ni prisa para morir de amor


Y la flor antigua se apagó. Tía había muerto, el amor de sus amores, el amor de sus juegos. Inexplicable la tristeza que sentía mirando el sombrero tejido hacía treinta años, ayer.

Homero era Licenciado en biología, cientos de mujeres en su vida y ninguna, más que tía. Era ecologista cuando esa palabra prácticamente no existía, cuando tenía el sentido de una postura filosófica: dejar ser. El perfume de su parque se podía oler desde la esquina y sus moras eran las más ricas del barrio. Ahora, desde la muerte de tía, los enormes ventanales del patio y los árboles, que crecían a su antojo, no tenían sentido … Homero sabía que no podía pedir más, noventa y seis años eran muchos, sin embargo había tenido la esperanza de que llegara hasta los cien.

Cuando los amores son, son. Quién podría decirle a él, Homero, de otra vida vivida… Su hermano lo intentó, qué estupidez. Qué podía decirle ese hermano al que quería, pero no podía respetar. Ese hermano fantoche que tenía una vida feamente desamorada haciendo siempre lo que “conviene”. Nadie podía decir nada. No había una vida correcta para elegir y Homero sabía cuánto había disfrutado junto a tía.

Virginia sí entendía a Homero y estaba estremecida por ese amor que había presenciado de cerca. Tía ya no estaba y Virginia sabía perfectamente que no había fórmula para ser feliz. Homero y tía lo habían sido y eso bastaba. Ahora la asustaba el porvenir, qué sería de la vida de Homero, de su propia vida. Ella trabajaba cuidando a tía, y en la casa todo tenía algo de antiguo, algo de juego: “dale que vos…, entonces yo…” Esa era su familia, de alguna forma la habían adoptado, y ella a ellos.

Pisa-pisuela-color-de-ciruela-pisa-pisa-este-pie-no-es-de-menta-ni-es-de-rosa… Homero rompió en llanto y Virginia lo abrazó.

Ese día era noche por la muerte de tía y los gatos se habían ido. Apareció Manchita a la mañana, se dio cuenta y les avisó a los demás. También se fueron de la mano Homero y Virginia, que estaban, no estando, en el velatorio de tía.

El jueves los ventanales seguían en su lugar y volvieron los gatos. Homero soltó la mano de Virginia para abrir la heladera y ofrecerles comida, que extrañamente no la pedían. Por la tarde los dos se durmieron abrazados.

Y durmieron abrazados y vírgenes, como la virginidad de tía, hasta que llegó el otoño sin calendario, dejándose ser como le gustaba a Homero. Y dejándose ser, siguiendo el juego del Universo que guiaba las estaciones, Homero y Virginia se amaron.

En la primavera Manchita tuvo gatitos en el galpón del fondo y florecieron las glicinas saludando al ventanal rejuvenecido del parque

jueves, 22 de marzo de 2007

La gran posta de sueños


Pobre Isabel, no sabía mirar televisión, no había ninguna novela, ningún programa que le gustara…Tampoco podía ir a la Iglesia, aunque lo había intentado denodadas veces… Solamente l e quedaba el hoy por hoy, eso de llegar a fin de mes con poca plata y sin demasiadas pretensiones.

En su vida estaba todo mal… Una mujer de clase media ya grande, de ex –clase media con las medias rotas y un ir tirando como futuro. Si su presente hubiera sido otro, no se hubiera ocurrido jamás embarcarse en semejante proeza…

Esa tarde , cuando volvió del supermercado, con el ticket en el monedero y su marido mirando el partido, lo decidió. Siempre había sido muy buena en la escuela: “¡qué inteligente Isabel!”, decían parientes y vecinos… Pero lo que a ella le interesaba era la Filosofía, digamos que una locura para una joven de Burzaco en los años sesenta.

Cuando acomodaba las cosas en los estantes y guardaba las bolsas de Disco para usarlas con la basura, cerró una idea en su cabeza y tuvo la certeza… Ella iba a re –escribir el Evangelio: “El Evangelio según Isabel”. Para eso tenía su sentido común intacto y una visión que podía iluminar lo que veía…

Sacó el ticket del monedero y vio el Aleph…¡Era como si toda la humanidad desde el principio se condensara! ¡Allí estaba el hombre pre- histórico que se pensó a sí mismo por primera vez cuando estampó su mano en la piedra! ¡Increíble!

Tomó el ticket: galletitas Crioll… Leche…, y en un ritual que recién inventaba para no perder la idea –esa pre-claridad que aparece en algunos sueños cuando nos despertamos para ir al baño, y que luego en la mañana no podemos reproducir-, lo dobló y lo guardó en su corpiño gastado, cerca de su corazón…¡No era el ticket lo que guardaba! Era esa visión esclarecedora de la impronta de la mano en la cueva, del uso de la herramienta, de la invención de la rueda…

Isabel, con el corazón acelerado, tomó una lapicera y un block de hojas y le mintió a su marido: “voy a lo de Cristina”. No sonó natural pero estaba segura de que a él no le importaría. Subió entonces al altillo y escondida empezó a escribir con letra temblorosa:

El evangelio según Isabel

Dios nos es extraño

ES la fórmula matemática

Maravillosamente bella

Del Universo

Que nunca alcanzaremos a comprender

Se detuvo entonces, “ese no era un Evangelio”. Sacó su ticket y lo desdobló intentándolo otra vez. Esa tarde en el supermercado, el código de barras y la cajera habían generado ese pensamiento…

De pronto prosiguió

Cuando Dios nos extraña…

En tus ojos

Sólo entes ojos

Descansa un sueño

Que ya no es mío

Y ahora era ella la asombrada. Sin lugar a dudas ese sí era un “misterio”. No sabía cómo se le había ocurrido pero le resultaba más cierto que el invento de la Santísima Trinidad. .. Qué estaba diciendo, ¡era demasiado! ¿Sería una revelación diviana? Tiró el ticket y lo guardó junto a su pecho.

En los ojos tuyos, en la mirada próxima y querida… En nuestros hijos… En la generación que nos sigue, o en la otra, o quizá más adelante… En nuestro prójimo… En la humanidad toda, por los siglos de los siglos amén…. Y cuando cansados cerremos los ojos, por un rato o definitivamente, ¡seguirá la gran posta de sueños! –Isabel pensaba maravillada.

Bajó del cuartito con una alegría d inauguración, iba a proponerle tomar mate a su marido y estaba cambiando mentalmente las cortinas. El partido no había terminado, pero sucedió algo extraño. Se miraron y allí estaba, desnudos, a pesar de tener toda la ropa y los años puestos. Se besaron e hicieron el amor, tiernos y apasionados, históricos y desconocidos, recientes y reconocibles.

Cayó el papel al suelo y siguió “rodando” como posta de humanidad…Porque “cuando Dios nos extraña: en tus ojos, sólo en tus ojos, descansa un sueño que ya no es mío…”

lunes, 19 de marzo de 2007

Puedo contar con Usted... Usted cuente conmigo


Había asumido esa realidad dejando de sonreír, si bien era cierto que mucho no le había costado, siempre había sido callada, silenciosa, una mujer sin edad y sin historia. Limpiaba y ordenaba todo a las mil maravillas, convirtiéndose en el fantasma imprescindible de la casa de la señora. Era inteligente y atenta, y con esa resignación que le hacía aceptar como justo, por inevitable, todo lo que le sucedía.

Los domingos por la tarde, su único día libre, paseaba por Congreso hasta Plaza de Mayo, se sentaba, sacaba lo pancitos y daba de comer a las palomas mirando el cielo de la Catedral y el Cabildo, edificios a los que nunca se había atrevido a entrar. Después volvía a la casa con los ojos arriba, reconociendo cada una de las bellas cúpulas.

Paloma debió haber sido ella también…-pensaba. Al fin de cuentas todo transcurría sin tiempo en su vida, se repetían los días, los meses y los años. Y así debía ser, al menos eso creía. Sin embargo tenía muy presente el día en que había sucedido: dos días antes de que se casara el hijo de la señora. Nadie se había enterado y nadie había tomado registro del antes y del después, salvo ella.

Claudia era para los conocidos de la casa un extraño ser, frágil y eficiente, que incomodaba en un principio si se le prestaba atención, pero que luego se olvidaba fácilmente su presencia. Después de verla un par de días no tenía más importancia que el jarrón grande que había traído la señora de India. Claudia era una sombra con ojos que vaya a saberse qué pensaría, claro que si alguien se tomaba el trabajo de pensarla…

Había llegado a la casa por un aviso del diario y se había quedado por casualidad o capricho de la señora, que había peleado mil veces con las agencias que ofrecían personal doméstico. Dos días después de rechazar a todas las que concurrieron por el aviso, y tras una pelea familiar por los requisitos que imponía –lapicera en mano preguntaba hasta lo insólito para descartar siempre a las postulantes- tocó el timbre Claudia y fue admitida en el mismo momento. Después de darle la ropa de trabajo le preguntó su nombre y eso fue todo. En realidad la señora lo había hecho para castigar a su familia, sin embargo cuando fueron pasando los días todos estuvieron convencidos de que había sido una bendición de Dios. Lo único que sabían de ella era que giraba plata para su familia en Paraguay y que no comía carne porque la detestaba, aunque nunca se los había dicho claramente. Claudia casi no hablaba.

Y todo hubiera seguido igual, Claudia guardaba escondiendo su vergüenza mientras las mañanas se hacían noches y las noches mañanas… Con una existencia para nada intrascendente para la señora y su familia: a Claudia se le podía pedir cualquier cosa porque todo lo hacía bien.

Pero claro, la señora era la señora y solía tener exabruptos…El que cambió la vida de su empleada fue de solidaridad desmesurada hacia Felipe, amigo íntimo de la familia que había quedado viudo recientemente. La señora amaba platónicamente a Felipe, no tanto a su mujer que pasó a otra consideración de su parte después de muerta. Si se había puesto a ver las fotos donde estaban todos juntos y la difunta se veía más linda y más simpática… Tomó el teléfono y llamó a Felipe que sabía estaba deprimido. Si lo acompañaba la sombra de su mujer muerta qué mejor que ofrecerle otra sombra mucho más útil, al menos por un tiempo…

-Hola Felipe querido, mirá acabo de tomar una decisión. Voy a mandarte a Claudia para que reordenes tu casa. Mi amor, la vida sigue y sabés cuánto te quiero… Sí, claro que lo sabés, si no, no te estaría ofreciendo a Claudia…

Felipe que necesitándolo todo…no necesitaba nada, sabía lo difícil que le resultaba negarse a su amiga. Era despótica cuando se proponía algo y no tenía la energía para hacerlo.. En dos días Claudia estuvo instalada en casa de Felipe.

Si Claudia tenía como treinta y pico de años, en menos de una semana había avejentado como veinte más. Ese cuarentón sin hijos de Felipe siempre le había resultado divertido para observarlo de lejos, no para convivir. Era extravertido y ocurrente, el único que había conocido que podía “gastar” a su patrona sin que ardiera Troya… Pero le resultaba insoportable de cerca. Bastaron unos días para que Claudia frunciera el ceño y encorbara la espalda, situación que a Felipe no le había pasado por alto pero no parecía importarle. Hablaba demasiado -según el parecer de Claudia, acostumbrada a que prácticamente nadie le hablase- y no se conformaba con que ella lo escuchara, tenía que contestarle algunas palabras. En poco tiempo Claudia se dio cuenta de que él se había dado cuenta…

Fue una mañana en la que un papel escrito por Felipe colmó su resistencia, claro que se había dado cuenta…

“Claudia ayer pedí turno con mi dentista para Ud, espero no le incomode”

Claudia, que todas las noches miraba sus dientes rotos frente al espejo, se puso sencillamente a llorar. Si sus dientes habían tenido un dterioro paulatino, fue dos días antes del casamiento del hijo de la señora cuando se partieron sus dos “paletas”. Los dientes son importantes para todos los seres humanos, pero para ella tenían una significación especial: eran toda su vida triste, su hitoria nunca olvidada. Le recordaban la muerte de su mamá y la repugnante cara de bruja de su abuela paterna, que le había pegado desde el primer día que fue a parar bajo su custodia. La abuela era muy mala, y cuando murió sintió un gran alivio, y se creyò liberada, aunque fueron muchos los años que tuvo que soportarla como para marcarle a fuego el alma. La abuela-pesadilla tenía los dos dientes incisivos partidos y putrefactos, señal de horror que la persiguió durante su infancia. Ahora era su propio rostro el que repetía irónicamente el espanto en esos dos cráteres nauseabundos que le devolvía el espejo. En un momento se rebeló e intentó ir a lo de un dentista y hasta se sentó en el sillón de tortura, pero solamente consiguió que la despreciara y la maltratara como para que no pudiera volver más. Estigma de dientes rotos que arrastraba con una infancia apaleada y una juventud triste y solitaria. Ahora todo estaba al descubierto por Felipe.

Ese día lloró tanto hasta desarmarse, hasta dejar de ser muda. Cuando por la noche regresó Felipe, Claudia hablaba llorando. Contaba, no demasiado coherentemente, la triste historia de su vida que aparecía en el pozo de sus dientes. Su alma se desovillaba. Felipe escuchaba con paciencia tratando de consolarla y poner luz en los sentimientos de Claudia. Le decía con tierna firmeza que no había visto un horror en su boca, no, que no iría al dentinsta si no quería… Que en realidad pensó que no hablaba ni sonreía para no dejar ver sus dientes, y eso se lo habían dicho sus ojos, lo había visto por las venanitas de sus ojos… Que quería ayudarla… Claudia se incorporó decidida y dijo que no iba a ir a lo de un dentista, que a él que le importaba… Años y años sin enojarse y estaba enojada en una actitud que la sorprendía a sí misma. Para Felipe, después de semejante confesión, los dientes de Claudia pasaron a ser una bandera de reivindicación que iba a sostener hasta cumplirla, lejos estaba de no importarle la cuestión.

Los días siguientes fueron de trincheras. Claudia retomó su mutismo y Felipe le hablaba lo indispensable. En la casa había poco para hacer salvo lo que ambos sabían que debía hacerse y para lo que la patrona había cedido a Claudia, que a cada momento se topaba con cosas de la mujer muerta. Claudia estaba resentida con Felipe, sin embargo él encontró la manera. Empezó a dejar libros con señaladotes sobre la mesada de la cocina, que en un principio Claudia no tocaba más que para ver la tapa y la contrtapa, hasta que al final pudo más la curiosidad y empezó a leer. Los días pasaban y las horas también, hasta que una noche encontró a Claudia leyendo sin haberse dado cuenta de la proximidad de su llegada. Ambos sonrieron haciendo las paces. Claudia con su sonrisa desdentada y Felipe tomando los medicamentos de su mujer muerta que todavía estaban en la heladera y tirándolos a la basura. Habían salido de las trincheras.

Los días siguientes fueron de arduo trabajo. Felipe había tomado una licencia laboral y ambos reorganizaron la casa guardando en cajas solamente los recuerdos más queridosy tirando todo el resto de las cosas. Felipe quería darle un ejemplo a Claudia, que ya podía hablar con él, preguntaba sobre los libros, las pinturas que colgaban de la pared y la música que escuchaban.

Una mañana, la patrona que había estado reclamando sobre la devolución de Claudia, fue terminante. Felipe, que sabía cómo llevarla, prometió acercarle un regalo, parte de la colección de libros de su ex mujer y un par de pequeñas figuritas en marfil, a sabiendas de que no podría resistirse y él ganaría un par de semanas

Lo siguiente ya se preanunciaba. Una tarde volvió a su casa con Carlos, amigo íntimo de la infancia y su odontólogo y se lo presentó a Claudia diciéndo la verdad: “ella es el ser maravilloso del que te hablé, y sonríe poco porque teme a los dentistas…” Claudia se sintió más incómoda por el elogio que por sus dientes rotos. Carlos, que era afable y cálido, le contó que había estudiado odontología porque también él detestaba a los dentistas hasta que conoció a uno que era un gran tipo y que finalmente fue su profesor

Los arreglos en la boca de Claudia no fueron tan importantes, si bien hubo que poner dos fundas de porcelana y hacer algunas amalgamas todo fue más fácil y rápido de lo que hubiera podido imaginar en su vida. Las “paletas” nuevas le eran extrañas, y creyó en un principio no poder reconocerlas como propias pero casi sin darse cuenta en dos días ya estaba sonriendo en la calle y había empezado a hablar con la gente como si nada. Su vida había cambiado irreversiblemente, tanto que lo que la horrorizaba ahora era volver a la casa de la señora. Esto es así, se dijo, y volvió a caminar hasta la Catedral, aunque esta vez entró. Luego le dio de comer a las palomas preguntándose por qué debía ser así… Pero no encontraba opciones.

Inevitablemente llegó el llamado. Lo atendió ella, que jamás antes contestaba el teléfono. La patrona, maligna y molesta pidió hablar con Felipe.

-Me estás arruinando a la empleada Felipe.Mirá que ahora hasta habla por teléfono… Si no
hicieran tantos años que la conozco… Pero en un par de días todo va a estar en su sitio. Espero que nunca te olvides del favor, acá sufrimos mucho con la usencia de Caudia…

Claudia estaba petrificada frente a Felipe, quien sostenía el teléfono como si hubiera tomado una decisión inapelabale, pero que conversaba amistosamente con su patrona. De pronto escuchó por parte de Felipe algo incomprensible…

- Sabés todo lo que te agradezco, pero sin querer me hiciste un favor que jamás voy a poder pagarte… Sabés, me caso con Claudia.

Del otro lado, la señora le dicía que era una broma de mal gusto…

- No, no es broma, me caso con Claudia… Es así.

La señora perdió la compostura y empezó a insultar de infame y canalla a Felipe, que había apoyado el tubo y tomó la mano de Claudia llevándola hasta la biblioteca y diciéndole que no se asustara, pero que queria que se quedase a vivir con él, claro que si ella quería… Y volvió a repetir que le iba proponer casamiento cuando ella pudiera escucharlo, que esperaba solamente su OK, pero que si decidía dejarlo e irse, también estaría de acuerdo, aunque iba a llorar mucho, pero mucho…

- Porque sabés Claudia que te adoro, pero no alertes tus fusiles, ni pienses que deliro –Felipe repitió parte del poema de Beneetti que había leído Claudia esa misma tarde.

sábado, 17 de marzo de 2007

A salvo de nadie



Quién haya ido a Venecia sabe muy bien acerca de lo que estoy hablando. La ciudad tiene, además de una belleza sobrecogedora, algo que eriza la piel, que pone en alerta al alma. Pude haber sido nada más que una turista desquiciada por tres días, sin embargo tengo la foto sacada por mi cámara digital.

Soy profesora de álgebra en la UTN, nada más alejado de mi formación que lo impensable… Vivo sola desde que mis hijos hicieron su propia vida y estoy felizmente divorciada. Si bien estoy convencida, debido a mi trayectoria como investigadora, que se termina encontrando lo que se busca, y sólo lo que se busca, juro no tener una imaginación frondosa y no haber estado buscando nada. Soy más bien poco creativa debido a mi neurosis obsesiva.

Si los misterios desafían a la lógica, por conciencia y por creencia, siempre tuve como meta desentrañar misterios . Hoy pienso que quizá hubiera sido mejor no hospedarme en esa casa reabierta después de tanto tiempo. Dicen que los fantasmas gustan estar tranquilos.

Todo empezó cuando dormía… Una mujer cincuentona claro que tiene pasiones, pero las mías tienen que ver con viajar, trabajar concienzudamente, y pintar cuadros. Los hombres no estaban en la lista de mis necesidades. Esa noche me desperté sobresaltada sintiendo la presencia de un hombre que dormía a mi lado. Yo dormía de costado y quizá fue el peso de su mano apoyada sobre mi cadera lo que me despertó. Los sentimientos fueron confusos. Bienestar y malestar. Un segundo y cuando enciendo el velador se abre la puerta del baño y vuelve a cerrarse, tan rápidamente que tarda lo mismo en quemarse la lamparita. El hombre, o el sentimiento de la presencia del hombre desaparece entre el sueño y la vigilia.

Nada sucede ese día salvo que decido gastar lo suficiente como para dar un paseo en góndola. El gondolero era un muchachito joven y amable que conversaba conmigo en mi chapuceado italiano. Venecia tiene esas cosas y entonces le pregunté si él creía en la existencia de fantasmas, a lo que me contestó que por cierto los había y que Venecia tenía muchos…

Cuando regreso al hospedaje, luna llena iluminando desde la ventana, decido cerrarla y tomarme una pastillita de Lorazepam para, por las dudas, no ser molestada por cuestiones incomprensibles. Si era mi cabeza la que inventaba estaría bien desconectada. Sin embargo a las tres de la mañana, lo sé porque miré el reloj, me despierto sintiendo sobre mí el peso de un cuerpo, sábana de por medio, la mano tomándome la nalga. Con esfuerzo, por el embotamiento como efecto del ansiolítico, busco la perilla del velador, la presencia ya no está. Vuelve a abrirse y cerrarse la puerta del baño y otra lamparita se quema.

Temía, por vergüenza, pedir al encargado que volviera a cambiar mi bombita porque pensaba que él ya sabría de las “visitas” que estaba teniendo, pero su respuesta llana me tranquilizó, dijo que el velador tendría algún corto y que lo cambiaría. Pensé que cuando una se mueve en otra cultura suelen correrse los parámetros y me sentí muy tonta por creer que el encargado estaría al tanto de las extrañezas de las que era víctima..

Esa tarde desde el Puente del Rialto, con el verde adriático del canal tiñiéndome los ojos, pensaba que Venecia tenía una belleza cadenciosa y casi obscena , al menos para mí, una mujer grande y, reconozco, muy estructurada. No era que no pudiera disfrutar si no que alertaba mis sentidos de un modo especial, me ponía en guardia ante lo desconocido. Italia vive en un pasado glamoroso y el presente parece ser absolutamente previsible, un doble estándar de lo que fue y lo que es que crea una atmósfera enrarecida, torna a los italianos del norte aburridamente soberbios y fascina a los extranjeros. No creía que fuera mi caso con respecto al fantasma pero dejaba un lugar para la duda. Quizá en esta cualidad de la península estuviera la razón de la extraña aparición. Pensaba que la dormidera era territorio de fronteras inestables y el cerebro humano siempre enigmático. Sin embargo esa noche dejé mi cámara digital preparada, más, dormí con ella en la mano y sin tomar pastillas.

Era la tercera noche y no conciliaba el sueño. Cámara en mano a las tres de la mañana no podía dormir. No sé cuando el cansancio me venció y en pleno sueño sentí su presencia, estaba semi-recostado acariciándome descaradamente un pecho, claro que yo estaba con el camisón puesto. Es ridículo, lo sé, pero me sentía violentada y seducida a la vez. Duró unos segundos apenas y alcancé a verlo mejor. No podía prender la luz pero enfoqué con la cámara hacia la puerta del baño y saqué.

Cuando pude tranquilizarme, con la luz prendida volví para atrás y la última foto era la de una placa de mármol tallada con dos angelitos, un nombre y una fecha: Michele Angelo Chipresi 1307- 1370.

Esa mañana hice mis valijas y abandoné Venecia. Lo que no pude abandonar es el sentimiento de vértigo en el estómago que me sigue produciendo el recuerdo de su mano sobre mi pecho. Me había robado el corazón un fantasma descarado, tierno y burlón que se presentó con nombre y apellido. La foto la sigo conservando, claro que la guardo en un archivo aparte, bien protegido de explicaciones que no podría dar a nadie, porque hay cosas que nunca deben pasar...