jueves, 23 de abril de 2009

Japón, el imperio del sol naciente, en la isla de los recuerdos

Homenaje a Corin Tellado

La noria sigue rodando, y es una pena. Después de la gran explosión todo fue desanudándose, expandiéndose, desplegándose. Algo así como si se fuera ordenando, como una sinfonía, un gran espectáculo, un nacimiento memorable, una gran ecuación decididamente bella como un piano blanco de cola, una estrella o una lluvia de meteoritos. Y los colores, los colores fueron de inusitada e indescriptible voluptuosidad, aunque no sea una palabra adecuada para describirlos.

La inmortalidad, eso, eso es lo que podría, al menos, dar una idea cabal del sentimiento que los embargó e hizo que cayeran lágrimas de sus ojos y dejó sus bocas semiabiertas. Se sintieron inmortales por unos segundos. Muertos más allá de la muerte la eternidad les quedaba chica, algo seguía moviéndose por debajo.

Intentaron encontrar algunas palabras, quizá algo de inglés pero se les escabulló de las manos. No había más marco referencial que la vivencia acompasada ni más registro que un verbo que se deshacía en acción: nada iba a quedar de ellos juntos, como un sueño, emergerían de las tinieblas sin ser.

Todo comenzó con la ponencia de ella, auriculares de por medio y siguió con la de él. Algo había leído ella en la publicación científica de mayor tirada: Mutsuo, ese era su apellido, estaba trabajando sobre su mismo tema, nanotecnología aplicada a la biogenética. Ambos se reconocieron. Con lo que habían presentado auguraban una tesis que modificaría, y en mucho, las concepciones hasta ahora vigentes y abriría camino hacia otros horizontes hasta ahora sólo imaginados. Los dos íban a arribar a las mismas conclusiones por distintos caminos.

Esa noche el mozo le acercó una rosa, a varias mesas de por medio se paró un hombre que la saludó con una leve reverencia. Lo próximo fue la tarjeta de su habitación y una invitación para después de la cena: brindarían por los hallazgos hechos por cada uno y por ambos, escrito en el inglés poco fluido de los científicos.

El champagne en el balde, dos copas y un recibimiento poco esperado, sonaba un tango de Gardel y con gran esfuerzo pronunció “sintio un glan placel”. Brindaron por haberse conocido con una alegría pocas veces experimentada. Luego intentaron preguntarse acerca de sus respectivos trabajos pero en un momento él la besó. Ella se enojó o trató de hacerlo, pero le flaquearon las fuerzas y el deseo se impuso. En pocos minutos estaban desnudos.

Mientras las horas se desarmaban en la habitación del hotel, acechaba la despedida. El Congreso tenía solamente un día más de vida y su amor también. Buscó en su maleta y le dio un pañuelo de seda: “era de mi madre, y lo llevo conmigo en los grandes momentos, ahora es tuyo”, le dijo en un mal inglés.

Ya en Buenos Aires , tratando de disimular el terremoto que hubo debajo de sus pies, ella contestó a la pregunta de su marido acerca del pañuelo de seda: “Me lo regaló una anciana japonesa deseándome que me vaya muy bien en el Congreso, y así fue. Creo que me va a acompañar para siempre…”

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