miércoles, 10 de junio de 2009

Feliz compra

Cuando supo que los habían matado a los dos no pudo acotar palabra, sencillamente volvió a su casa casi corriendo y fue al baño, le solían pasar esos exabruptos incómodos cuando había una situación que la desbordaba. Simplemente le venían unos retorcijones en las tripas y su colon literalmente era incontenible. Eso fue lo que pasó cuando llegó a la cortina cerrada del supermercado chino pintada de celeste verdoso. La joven pareja había migrado recientemente, ella era muy simpática, entonces recordó que tenía en la cartera su escrito de hacía dos días. Por intermedio de Oscar, el chino que hablaba bien el español, le preguntó cómo estaba y ella terminó escribiéndole en una hoja, ese día no se la veía tan feliz como de costumbre. Oscar reprodujo su pregunta, medio como charada y ella, por respuesta, le había escrito en chino. Ahora estaba muerta.

Fue una, y otra, y otra vez al baño. Le habían hecho un estudio endoscópico que determinó que no tenía nada, digamos nada más que el intestino irritable por los nervios, quizá lo peor del diagnóstico era que no tenía cura. Más que no digerir la situación, Ana María estaba realmente asustada. “La mafia china es peligrosa”, había dicho su hijo cuando se postularon para inquilinos del local de la esquina. La primera vez que había oído hablar a alguien de la mafia china fue en Barcelona, en el Parque Guel, una mujer que vendía pañuelos descartables de puro aburrida se puso a conversar con ella sobre dónde vivía, un barrio marginal, y que hacía poco habían matado allí a un chino con el sistema de cortes desangrantes: cortes puntuales que aseguraban que no llegara a ser asistido, que iba a morir a los pocos minutos. Además de matar era evidente que el mensaje era amenazador y causaba terror.

En el Gran Buenos Aires los chinos habían sido asimilados como tantos inmigrantes, y parecían tener con nosotros, los argentinos, cierta afinidad. Pensó en la cautiva del cuento de Borges bebiendo la sangre de la vaca recién muerta, a la usanza india y se sobresaltó.

La casa de al lado de la suya también pertenecía a los chinos. La preocupaba una escalera muy alta apoyada en su pared lindera: podían perfectamente entrar a su casa por el fondo. Esa escalera nunca la había visto antes. La situación colmó cuando Oscar, que así lo habían rebautizado, tocó con insistencia su timbre varias veces durante esa tarde. Oscar era un chino feo, tenía la cara como más dura y su piel parecía de lija, no como la de los otros que se veía tersa y suave.

La joven pareja había sido muerta con arma blanca, arterias principales, la yugular, además en piernas y en brazos. Recordó que cuando era chica, su vecina Teresa, a las gallinas no les estiraba el pescuezo, las desangraba. Aunque ella nunca lo había visto siempre se la había imaginado entrando al gallinero cuando las gallinas buscaban su lugar para dormir. Se imaginaba que ni siquiera aleteaban o escapaban sino que perdían sus fuerzas con la sangre que se les iba. Ahora su mayor temor era pensar que “la gallina” podría ser ella, si esa chica le había escrito algo comprometido. Miraba una y otra vez la nota en esos caracteres indescifrables y mientras iba y venía del baño terminó encontrando una punta para desovillar su terrible preocupación: iría a lo de su tía, al lado había otro supermercado chino y acompañada de ella pediría que alguien leyese lo que decían esos incomprensibles símbolos.

Con la ventana sin reja de la cocina esa noche decidió trasladar un colchón allí y dormir con el perro y el aerosol de gas antirrobo al lado de ella. El amanecer los encontró durmiendo a ella y al perro a pata ancha, olvidados de la amenaza, y fue el insistente timbre de Oscar lo que la despertó. Miró por la mirilla y esperó que desistiera. Entonces llamó un remis y allí fue a dilucidar su pista… Grande fue la decepción cuando tradujeron “feliz compra” o “bienvenida su compra”.

En los noticieros y diarios hablaban del sospechado dueño del supermercado aunque se desconocían motivos. Ella, tan asidua visitante del supermercado y tan cercana físicamente al lugar como vecina próxima, nunca había visto a ningún dueño, Oscar no lo era, funcionaba como encargado o supervisor. Se aclaró, a medias, la insistencia de Oscar cuando le acercó la bolsa de compras suya que había olvidado el mismo día del asesinato a la tarde. Sin embargo en su terraza aparecieron tres bolsas de consorcio con carpetas escritas en chino, algunas ropas y vaya a saberse qué más. Evidentemente las habían dejado subiendo por la sospechosa escalera cuando ella y el perro dormían en la cocina con la luz prendida. Ana María las dejó allí a merced de la lluvia y sólo se atrevió a sacarlas a la puerta de calle dos meses después.

Tanto la casa como el supermercado tuvieron cartel de la inmobiliaria al otro día, y todos los chinos desaparecieron después de una mudanza nocturna. La imagen de la pareja feliz llegada a estas tierras quedaba en la tiniebla del horror. Ella, Ana Maria se prometió entonces no pisar más un supermercado chino. Le habia quedado muy en claro que los códigos mafiosos eran códigos mafiosos, acá y en la China…

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