sábado, 24 de marzo de 2007

Ni tiempo, ni prisa para morir de amor


Y la flor antigua se apagó. Tía había muerto, el amor de sus amores, el amor de sus juegos. Inexplicable la tristeza que sentía mirando el sombrero tejido hacía treinta años, ayer.

Homero era Licenciado en biología, cientos de mujeres en su vida y ninguna, más que tía. Era ecologista cuando esa palabra prácticamente no existía, cuando tenía el sentido de una postura filosófica: dejar ser. El perfume de su parque se podía oler desde la esquina y sus moras eran las más ricas del barrio. Ahora, desde la muerte de tía, los enormes ventanales del patio y los árboles, que crecían a su antojo, no tenían sentido … Homero sabía que no podía pedir más, noventa y seis años eran muchos, sin embargo había tenido la esperanza de que llegara hasta los cien.

Cuando los amores son, son. Quién podría decirle a él, Homero, de otra vida vivida… Su hermano lo intentó, qué estupidez. Qué podía decirle ese hermano al que quería, pero no podía respetar. Ese hermano fantoche que tenía una vida feamente desamorada haciendo siempre lo que “conviene”. Nadie podía decir nada. No había una vida correcta para elegir y Homero sabía cuánto había disfrutado junto a tía.

Virginia sí entendía a Homero y estaba estremecida por ese amor que había presenciado de cerca. Tía ya no estaba y Virginia sabía perfectamente que no había fórmula para ser feliz. Homero y tía lo habían sido y eso bastaba. Ahora la asustaba el porvenir, qué sería de la vida de Homero, de su propia vida. Ella trabajaba cuidando a tía, y en la casa todo tenía algo de antiguo, algo de juego: “dale que vos…, entonces yo…” Esa era su familia, de alguna forma la habían adoptado, y ella a ellos.

Pisa-pisuela-color-de-ciruela-pisa-pisa-este-pie-no-es-de-menta-ni-es-de-rosa… Homero rompió en llanto y Virginia lo abrazó.

Ese día era noche por la muerte de tía y los gatos se habían ido. Apareció Manchita a la mañana, se dio cuenta y les avisó a los demás. También se fueron de la mano Homero y Virginia, que estaban, no estando, en el velatorio de tía.

El jueves los ventanales seguían en su lugar y volvieron los gatos. Homero soltó la mano de Virginia para abrir la heladera y ofrecerles comida, que extrañamente no la pedían. Por la tarde los dos se durmieron abrazados.

Y durmieron abrazados y vírgenes, como la virginidad de tía, hasta que llegó el otoño sin calendario, dejándose ser como le gustaba a Homero. Y dejándose ser, siguiendo el juego del Universo que guiaba las estaciones, Homero y Virginia se amaron.

En la primavera Manchita tuvo gatitos en el galpón del fondo y florecieron las glicinas saludando al ventanal rejuvenecido del parque

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