sábado, 17 de marzo de 2007

A salvo de nadie



Quién haya ido a Venecia sabe muy bien acerca de lo que estoy hablando. La ciudad tiene, además de una belleza sobrecogedora, algo que eriza la piel, que pone en alerta al alma. Pude haber sido nada más que una turista desquiciada por tres días, sin embargo tengo la foto sacada por mi cámara digital.

Soy profesora de álgebra en la UTN, nada más alejado de mi formación que lo impensable… Vivo sola desde que mis hijos hicieron su propia vida y estoy felizmente divorciada. Si bien estoy convencida, debido a mi trayectoria como investigadora, que se termina encontrando lo que se busca, y sólo lo que se busca, juro no tener una imaginación frondosa y no haber estado buscando nada. Soy más bien poco creativa debido a mi neurosis obsesiva.

Si los misterios desafían a la lógica, por conciencia y por creencia, siempre tuve como meta desentrañar misterios . Hoy pienso que quizá hubiera sido mejor no hospedarme en esa casa reabierta después de tanto tiempo. Dicen que los fantasmas gustan estar tranquilos.

Todo empezó cuando dormía… Una mujer cincuentona claro que tiene pasiones, pero las mías tienen que ver con viajar, trabajar concienzudamente, y pintar cuadros. Los hombres no estaban en la lista de mis necesidades. Esa noche me desperté sobresaltada sintiendo la presencia de un hombre que dormía a mi lado. Yo dormía de costado y quizá fue el peso de su mano apoyada sobre mi cadera lo que me despertó. Los sentimientos fueron confusos. Bienestar y malestar. Un segundo y cuando enciendo el velador se abre la puerta del baño y vuelve a cerrarse, tan rápidamente que tarda lo mismo en quemarse la lamparita. El hombre, o el sentimiento de la presencia del hombre desaparece entre el sueño y la vigilia.

Nada sucede ese día salvo que decido gastar lo suficiente como para dar un paseo en góndola. El gondolero era un muchachito joven y amable que conversaba conmigo en mi chapuceado italiano. Venecia tiene esas cosas y entonces le pregunté si él creía en la existencia de fantasmas, a lo que me contestó que por cierto los había y que Venecia tenía muchos…

Cuando regreso al hospedaje, luna llena iluminando desde la ventana, decido cerrarla y tomarme una pastillita de Lorazepam para, por las dudas, no ser molestada por cuestiones incomprensibles. Si era mi cabeza la que inventaba estaría bien desconectada. Sin embargo a las tres de la mañana, lo sé porque miré el reloj, me despierto sintiendo sobre mí el peso de un cuerpo, sábana de por medio, la mano tomándome la nalga. Con esfuerzo, por el embotamiento como efecto del ansiolítico, busco la perilla del velador, la presencia ya no está. Vuelve a abrirse y cerrarse la puerta del baño y otra lamparita se quema.

Temía, por vergüenza, pedir al encargado que volviera a cambiar mi bombita porque pensaba que él ya sabría de las “visitas” que estaba teniendo, pero su respuesta llana me tranquilizó, dijo que el velador tendría algún corto y que lo cambiaría. Pensé que cuando una se mueve en otra cultura suelen correrse los parámetros y me sentí muy tonta por creer que el encargado estaría al tanto de las extrañezas de las que era víctima..

Esa tarde desde el Puente del Rialto, con el verde adriático del canal tiñiéndome los ojos, pensaba que Venecia tenía una belleza cadenciosa y casi obscena , al menos para mí, una mujer grande y, reconozco, muy estructurada. No era que no pudiera disfrutar si no que alertaba mis sentidos de un modo especial, me ponía en guardia ante lo desconocido. Italia vive en un pasado glamoroso y el presente parece ser absolutamente previsible, un doble estándar de lo que fue y lo que es que crea una atmósfera enrarecida, torna a los italianos del norte aburridamente soberbios y fascina a los extranjeros. No creía que fuera mi caso con respecto al fantasma pero dejaba un lugar para la duda. Quizá en esta cualidad de la península estuviera la razón de la extraña aparición. Pensaba que la dormidera era territorio de fronteras inestables y el cerebro humano siempre enigmático. Sin embargo esa noche dejé mi cámara digital preparada, más, dormí con ella en la mano y sin tomar pastillas.

Era la tercera noche y no conciliaba el sueño. Cámara en mano a las tres de la mañana no podía dormir. No sé cuando el cansancio me venció y en pleno sueño sentí su presencia, estaba semi-recostado acariciándome descaradamente un pecho, claro que yo estaba con el camisón puesto. Es ridículo, lo sé, pero me sentía violentada y seducida a la vez. Duró unos segundos apenas y alcancé a verlo mejor. No podía prender la luz pero enfoqué con la cámara hacia la puerta del baño y saqué.

Cuando pude tranquilizarme, con la luz prendida volví para atrás y la última foto era la de una placa de mármol tallada con dos angelitos, un nombre y una fecha: Michele Angelo Chipresi 1307- 1370.

Esa mañana hice mis valijas y abandoné Venecia. Lo que no pude abandonar es el sentimiento de vértigo en el estómago que me sigue produciendo el recuerdo de su mano sobre mi pecho. Me había robado el corazón un fantasma descarado, tierno y burlón que se presentó con nombre y apellido. La foto la sigo conservando, claro que la guardo en un archivo aparte, bien protegido de explicaciones que no podría dar a nadie, porque hay cosas que nunca deben pasar...

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